Aku-Aku: disfrutar de “Mala vida” con buenas paellas

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En época estival, a la hora de elegir un establecimiento donde degustar una paella, aunque no haya ningún estudio al respecto, existen ciertos agentes externos que contribuyen a rebajar nuestro nivel de exigencia. Al parecer, nos volvemos más tolerantes instantes después de embadurnamos con protección solar, cuando nos hemos calzamos las chanclas y lucimos los tirantes del bikini por encima del pareo. Me hago cargo de las circunstancias y pese a ellas, considero que hay unos mínimos que cualquier restaurante debe cumplir, esto es posible y entre ellos se encuentra el restaurante Aku-Aku situado en Mojácar playa.

Pasar unos días en este “concurrido” destino turístico del levante almeriense me hizo entender que la gran variedad de locales aumenta las posibilidades tanto de acertar como de equivocarse y cuando había perdido las esperanzas, unas amigas y yo (protector, bikini y chanclas incluidas) reservamos mesa en el chiringuito Aku-Aku. La primera impresión fue buena: el restaurante está ubicado a pie de playa y cobijado por las sombras de unos imponentes árboles que se mueven al son de la brisa marina.

Escuchar la canción “Mala vida” de Mano Negra contribuyó positivamente en mi estado de ánimo y me hizo tararear casi todos los platos de una carta donde encontramos ensaladas, pastas, carnes, pescados y arroces: con puerros y gamba roja; con rape y gamba roja; con sepia y col; con bacalao y puerros; con conejo y caracoles… Entre los clásicos: paella mixta, arroz negro o fideuá. He probado las tres últimas opciones y son altamente recomendables, platos sabrosos y en su punto.

Los clientes tienen la oportunidad de ver en directo cómo se cocinan las paellas y arroces. Ante los ojos de los más curiosos, una cocinera atiende varios fuegos a la vez y prepara distintas recetas en un proceso que puede resultar demasiado mecánico aunque no reñido con el resultado. Los postres caseros también merecen una mención especial. Por mi parte, he declarado fidelidad incondicional a la pirámide de tres chocolates.

El personal es rápido y efectivo, paellera en mano y por encima de su cabeza, sortea con habilidad la carrera de obstáculos que suponen las decenas de filas de mesas (demasiado unidas para mi gusto e intimidad). En ningún momento me sentí desatendida pero tampoco hubo un exceso de interés, podemos decir que existe un equilibro correcto y justificado por el volumen de trabajo que tienen.

La disposición de las mesas hace que inevitablemente repares en los comensales de tu alrededor: abuelos, hijos y nietos compartiendo mantel y conversaciones animadas; chicos jóvenes que parecen encadenar una resaca con otra; una pareja celebrando un aniversario; un grupo de amigas (protector, bikini y chanclas incluidas, pero muy monas ellas) entre risas y confidencias… En definitiva: el entorno, la comida y el servicio permiten disfrutar del momento, sin grandes lujos y sin sobresaltos al ver el precio de lo degustado. De eso se trata: disfrutar, ahí está la clave.

Lo siento, pero para romper la magia no es necesario esperar que den las doce como en el cuento de Cenicienta, con solo pedir la cuenta y pagar, rápidamente te invitan a que abandones ‘el baile’ porque hay cola esperando conocer al ‘príncipe’. Y por último, un consejo: si quieres salir por tu propio pie y sin perder un zapato por el camino, no pidas la sangría de sidra, parece estar ideada por la mismísima madrastra.

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